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13 noviembre 2014

Yo maté a la abuela

Hace algún tiempo tuve que asesinar a una anciana. Era una mujer encantadora, siempre con una sonrisa, y padecía un inicio de demencia senil. Permítanme que no sea más preciso, pero entenderán que no me conviene que la identifiquen. En mi trabajo la discreción lo es todo. Que no se note que has pasado por allí, dejar todo limpio y sin huellas. Ser invisible, ya saben.

A los autores les cuesta deshacerse de sus personajes, incluso aunque no sean abuelitas encantadoras. Les cogen cariño. Sin embargo, hay veces en que un personaje sobra y tiene que desaparecer. Son exigencias de la historia. Si no desapareciese, se produciría una incongruencia, se encendería una luz de alarma en la mente del lector. Y eso no es bueno. Por eso, en un momento dado, algunos personajes deben morir. Y sin embargo, el autor no lo ve, o se resiste a aceptarlo.

Es natural, son sus criaturas. No hay problema, para eso existe gente como yo. Correctores. Seres fríos que no ven a los personajes como personas escritas sino como piezas de un mecano. Con la suficiente empatía con la historia de su cliente como para identificarse con ella durante un tiempo. Con la suficiente distancia emocional como para detectar la pieza que sobra. Y, si es preciso, dispuestos a hacer lo que haga falta para que la historia de su cliente luzca niquelada. Aunque haya que matar a la abuela. En silencio, con discreción, por supuesto. Que parezca un accidente.

Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.



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